martes, 1 de diciembre de 2009

La lengua española

La lengua española es nuestra sangre y nuestra identidad. Con cada voz nombramos la belleza, pues Dios hizo las palabras para la alegría y para la paz, para que amanezca el bien en cada sílaba.
Sabemos que las palabras acompañan nuestra vida y son nuestra vida. Con ellas, anhelamos perpetuar la Creación; buscamos inconscientemente la inmortalidad de nuestros caminos interiores y nos recreamos al decirnos, y somos en la plenitud de la escritura.
Cada vocablo es meta sublime de un largo viaje espiritual, sereno, de silencios sostenidos, de luces y de sombras. El tiempo que prepara el florecimiento de la palabra es ascético, tiempo interior, en que cada hombre aspira a albores, ocasos y paraísos. Hay, en cada verbo, vocación de inmensidad e intensión[1] de horizontes, y —por qué no—, cielo que ancla en la tierra virgen de la página sin alas o en el corazón que nos escucha para hacerse dueño de nuestro corazón.
Imaginamos que las palabras viven en éxtasis, en una mañana perenne, pensativa, y allí esperan pacientes nuestro llamado para que sublimemos el mundo. Y aunque todos hablamos un español igual y, al mismo tiempo, diferente, a veces, creemos que, para muchas personas, esa mañana no existe por desidia o por impasibilidad, pues se comunican tristemente mediante despojos sintácticos y burdas invenciones léxicas. Y no hablamos de perfección, porque ésta no cabe en la pequeñez del hombre, sino de esmero en el decir para evitar excesos. El buen español, que recreamos cada día, no es sólo el que responde a los cánones de lo correcto, sino también el que revela preocupación de claridad y de concisión por respeto a los demás, ese olvidado respeto a los demás, que es falta de amor, pues
—como bien decía Juan Ramón Jiménez— sólo pensamos cuando amamos.
¡Qué poco nos preocupa amar ardientemente estos mensajes del pensamiento y del sentimiento; gozar de los dolores entrañables de esa parición que tanto necesitamos! ¡Cómo asolamos las entrañas de los vocablos! Lamentablemente, nos hemos acostumbrado a bastardearlos; más aún, si nuestra vida está en lo que hablamos o escribimos, ¡qué pobre vida tenemos, qué confusión consentida! Nos hemos vaciado de valores, o mejor, nos hemos desentendido lentamente de esos valores que sostienen el espíritu para que viva el intelecto una vida superior; las ansias desmedidas de progreso material los han desterrado a la oscuridad del desprecio. Preferimos olvidarnos de la ética, de la estética y del conocimiento, y andar huecos y cojos por las sendas de la nada representando un papel que, no pocas veces, raya en lo ridículo. Nos olvidamos voluntariamente de vivir para ser mejores y escandalizamos adrede, en todos los ámbitos, con palabras gastadas, envilecidas por la soberbia ultrajante de la indiferencia, carentes de ternura y de delicadeza. Reemplazamos las virtudes con la deslealtad a nuestra condición de hombres y profesamos el culto de la fugacidad o —como bien dijo Santiago Kovadloff— "la idolatría del instante"[2]. Escribió Pedro Henríquez Ureña que "nuestros enemigos, [...], son la falta de esfuerzo y la ausencia de disciplina, hijos de la pereza y la incultura, o la vida en perpetuo disturbio y mudanza"[3]. Esfuerzo, respeto, disciplina, en fin, belleza. "¡Nunca un poquito menos!"[4]
Ya no se comprenden las lecturas más sencillas, y el apellido del protagonista de un cuento puede significar para los lectores un pájaro o la marca de un utensilio de limpieza[5].
Se oyen los mensajes televisivos o radiales, pero no se escuchan, entonces, se uniforman todos los contenidos y se mezclan en una confusión perfecta.
La publicidad despliega su interés material sin reparar en el significado de las palabras que usa cuando, por ejemplo, nos dice:

Lipoescultura láser: Sin riesgo anestésico.
En 1 hora elimine costado de caderas,
abdomen, entrepiernas, rodillas. Sin internación.

¿Habrá buscado el especialista el significado exacto del verbo "eliminar" (‘quitar, prescindir de’) antes de publicar esta gacetilla y, sobre todo, su denotación médica de ‘expeler una sustancia’, o sólo estaría preocupado por no gastar mucho en la promoción? Nos preguntamos: ¿En qué se transformará una mujer después de ejecutadas las promesas de este anuncio? ¿Dónde está la mesura que deben guardar las palabras? ¿Dónde, su verdad, su precisión? ¿Por qué tanta indigencia léxica? Sin duda, las hemos abandonado, porque nos hemos olvidado de querer, de sentir y de pensar, y porque hemos perdido la afición al estudio y al aprendizaje. Ese descuido contribuye a nuestra degradación como personas. Alimentamos la rutina, la pereza y los índices de evaluación televisivos, y nos quedamos sin respuestas, es decir, sin palabras. Como no sabemos qué decir, decimos mal lo que no sabemos. Baste este ejemplo tomado de Internet sin una coma que lo defienda:

Mi pregunta es: si hago cajones de crianza para cría
intensiva de telgopor ¿les hará mal a los caracoles?

Esa poquedad verbal nos impide encarnar la belleza, que está con nosotros y no presentimos, esa sencilla belleza que tiene su paradigma en aquella breve oración que dijo Cristo a uno de los malhechores en la hora de la cruz: "En verdad te digo, hoy estarás conmigo en el Paraíso". ¿Habrá otra definición más bella?
Este debe ser tiempo de meditación, de goce, de análisis, para evocar la esencia de la palabra, para renovarnos de dentro hacia fuera. Tenemos heridas las alas —lo sabemos—, pero aún nos queda la esperanza de otro vuelo para cambiar el mundo.

Alicia María Zorrilla, Normativa lingüística y corrección de textos, Buenos Aires, 2009, págs. 9-12.


[1] Esta palabra significa 'intensidad'.
[2] "La siembra de la ignorancia", La Nación Revista, 10 de noviembre de 2002, pág. 31.
[3] "Seis ensayos en busca de nuestra expresión", Obra crítica, 1.ª reimpresión, México, Fondo de Cultura Económica, 1981, pág. 252.
[4] Juan Ramón JIMÉNEZ, Ideolojía (1897-1957), Barcelona Anthropos, 1990, pág. 206.
[5] Esto ocurrió con el apellido "Recabarren", protagonista del cuento "El fin", de Jorge Luis Borges (Ficciones). El cuento comienza así: "Recabarren, tendido, entreabrió los ojos y vio el oblicuo cielo raso de junco" (Obras Completas 1923-1949, Tomo I, Barcelona, EMECÉ, 1997, pág. 519).

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