El traductor, en la soledad de su oficio, se encuentra escindido entre el idealismo y la precariedad. De lo primero dan cuenta hermosas frases como la de Milan Kundera, para quien los traductores son "los que nos permiten vivir en el espacio supranacional de la literatura mundial, son ellos los modestos constructores de Europa, de Occidente"; o las de James Boyd White, para quien la traducción es "the art of facing the impossible, of confronting unbridgeable discontinuities between texts, between languages, and between people. As such it has an ethical as well as an intellectual dimension. It recognizes the other -the composer of the original text- as a center of meaning apart from oneself."
De lo segundo, de la precariedad, dan cuenta las condiciones materiales en las que se ve obligado muchas veces a realizar su trabajo: prisas, mínimo control sobre su obra, escaso reconocimiento de su labor.
Hasta tal punto es el traductor un personaje tachado que se ha llegado a definirlo como un vidrio transparente cuya interposición entre la obra en la lengua original y los lectores de la lengua de llegada no introduce (no debe introducir) ningún elemento nuevo en la comunicación que se establece entre la primera y los segundos. Hay incluso muchos traductores profesionales que comparten esa opinión. Es cierto que las pautas que rigen el modo en que debe leerse una traducción no permiten con facilidad la presencia no convocada de un testigo “inoportuno que nos recuerda, en lo mejor del abrazo literario, que no estamos a solas”, pero no lo es menos que lo que los lectores tienen en sus manos es un libro escrito por el traductor.
Para leer a Elias Canetti o al primer Kadaré hay que saber alemán o albanés; si se los lee en castellano, se estará leyendo a Juan del Solar o a Ramón Sánchez Lizarralde. O, para ser más precisos, el tándem Canetti/Del Solar o Kandaré/Sanchez Lizarralde. Al no ser un personaje público, la voz del traductor permanece en la sombra, sin ser reconocida por los lectores, cosa que sí ocurre cuando el traductor es autor de reconocido prestigio.
De lo segundo, de la precariedad, dan cuenta las condiciones materiales en las que se ve obligado muchas veces a realizar su trabajo: prisas, mínimo control sobre su obra, escaso reconocimiento de su labor.
Hasta tal punto es el traductor un personaje tachado que se ha llegado a definirlo como un vidrio transparente cuya interposición entre la obra en la lengua original y los lectores de la lengua de llegada no introduce (no debe introducir) ningún elemento nuevo en la comunicación que se establece entre la primera y los segundos. Hay incluso muchos traductores profesionales que comparten esa opinión. Es cierto que las pautas que rigen el modo en que debe leerse una traducción no permiten con facilidad la presencia no convocada de un testigo “inoportuno que nos recuerda, en lo mejor del abrazo literario, que no estamos a solas”, pero no lo es menos que lo que los lectores tienen en sus manos es un libro escrito por el traductor.
Para leer a Elias Canetti o al primer Kadaré hay que saber alemán o albanés; si se los lee en castellano, se estará leyendo a Juan del Solar o a Ramón Sánchez Lizarralde. O, para ser más precisos, el tándem Canetti/Del Solar o Kandaré/Sanchez Lizarralde. Al no ser un personaje público, la voz del traductor permanece en la sombra, sin ser reconocida por los lectores, cosa que sí ocurre cuando el traductor es autor de reconocido prestigio.
Juan Gabriel López Guix, Jacqueline Minett Wilkinson, Manual de traducción inglés / castellano, Editorial Gedisa, 1997.
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